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Panorama histórico de las universidades españolas

La Universidad -como corporación autónoma de maestros y estudiantes, con sus estatutos, aparato administrativo y grados académicos- fue una creación específica de la cultura medieval.

La civilización grecorromana, Bizancio, el Islam o la China -aunque estaban familiarizadas con formas de educación superior- no produjeron ninguna institución equivalente a las universidades europeas que luego se propagaron por todo el orbe. Desde el nacimiento de las primeras universidades o Estudios Generales, la presencia de titulados universitarios se dejó sentir en la mentalidad colectiva, otorgándoles la pátina carismática del intelectual y permitiéndoles ocupar una posición social preponderante tanto en el plano religioso como en el político y administrativo.

Siglos más tarde, el Humanismo abrió las universidades a la cultura clásica y, lo que es más importante, difundió un nivel medio de instrucción entre las élites aristocráticas y no pocos hombres de procedencia más modesta. En la segunda mitad del siglo XVI, el cosmopolitismo fue despareciendo y las universidades devinieron instituciones confesionales, política y religiosamente divididas, pues católicos y protestantes excluyeron al credo contrario de sus centros de enseñanza. En los reinos hispánicos, la impermeabilización religiosa hizo que Felipe II prohibiera a sus súbditos castellanos ir a estudiar a universidades extranjeras en 1559, interdicción que se amplió a la Corona de Aragón en 1568.

La genealogía de la institución universitaria debe enmarcarse en el renacimiento cultural y el gran movimiento de protección del saber desplegado en el siglo XII. En tanto que defensores de la fe cristiana y del reino, los monarcas fundaron universidades en sus dominios para combatir los errores dogmáticos y facilitar a sus súbditos el acceso a los estudios superiores sin los gastos y riesgos que suponían los desplazamientos. Desde que Federico I Barbarroja, en pleno apogeo del Sacro Imperio Romano Germánico, otorgó en 1158 la protección imperial a los maestros y estudiantes de Bolonia, las universidades fueron constituyéndose en corporaciones privilegiadas dada su importancia para la formación de quienes habían de ocupar puestos de gobierno. Saber y poder devinieron las dos caras de la misma moneda. Maestros y estudiantes gozaban del amparo del poder, tenían libertad para viajar por causa de los estudios y gozaban de un fuero privilegiado que les eximía de la jurisdicción ordinaria, dándoles la posibilidad de elegir la más benevolente de las autoridades universitarias.

El origen de las universidades fue diverso. Algunos se basaron en el desarrollo de escuelas ya existentes, mientras que otras fueron creadas ex novo por el rey, el emperador o el papa. En ambos casos, los privilegios concedidos por el poder civil o eclesiástico autorizaban a estos centros a impartir enseñanzas de al menos una de las tres Facultades Superiores (medicina, derecho o teología) y a otorgar los grados que acreditaban la competencia de los alumnos. La fundación real solía acompañarse de una bula pontificia que confirmaba o ampliaba los privilegios concedidos por los monarcas y confería a sus titulados la licencia ubique docendi para enseñar en todas las partes del orbe cristiano.

El Estudio General de Palencia, creado hacia 1180 por el rey Alfonso VIII de Castilla, fue el primero de los territorios hispánicos. Después nacieron los de Salamanca fundado por pri (1254) y el de Valladolid (1260), así como los de Sevilla y Murcia. Jaime II de Mallorca (1276-1311) heredó el señorío de Montpellier y su gran universidad donde enseñaron los eruditos en derecho y medicina más importantes de la época, entre ellos el reputado tratadista médico Arnau de Vilanova. En el siglo XIII, tan sólo el Estudio de Salamanca y el de Montpellier gozaron del título de “universidad de maestros y estudiantes” y de la licencia para enseñar en cualquier otro centro cristiano. Cuando Montpellier pasó al dominio francés, se fundó la Universidad de Lérida que gozó del monopolio de la enseñanza superior en la Corona de Aragón hasta que Pedro IV erigió la de Huesca en 1354.

Algunos Estudios Generales de esta época naufragaron y otros resucitaron cual ave fénix después de periodos de inanición. Se afianzaron Salamanca y Valladolid, mientras que Palencia, Alcalá de Henares y Sevilla no cristalizarían hasta más de dos siglos después. Tampoco faltaron casos como el de Barcelona que manifestó una rotunda desafección hacia los Estudios Generales creados por los reyes de la Corona de Aragón hasta que en 1450 Alfonso el Magnánimo le concedió un privilegio para fundar una universidad situada bajo la égida exclusiva del poder municipal.

En la España medieval los principales centros universitarios fueron Salamanca y Valladolid en los reinos de Castilla, y Lérida en la Corona de Aragón. Predominaron las enseñanzas jurídicas y se produjo cierta movilidad del alumnado hacia universidades extranjeras como Bolonia (para el derecho), París (teología) y Montpellier (medicina). Desde el punto de vista social, además de su carácter elitista, la universidad medieval excluyó sistemáticamente de sus aulas al potencial alumnado femenino, tanto en los territorios hispánicos como en los europeos. Tampoco debemos pensar en grandes contingentes de escolares varones. A fines del siglo XIV, la Universidad de Salamanca quizá alcanzara 500 o 600 matriculados, elevándose a unos 3.000 ya entrado el siglo XVI. En conjunto, predominaban los clérigos sobre los laicos, y entre aquellos los canónigos.

Entre 1500 y 1650, se produjo la primera explosión universitaria europea. Se fundaron 97 universidades, de las cuales 67 eran católicas y 30 protestantes. En la Península Ibérica, de las siete universidades reconocidas que había en 1475 se pasó a 33 en 1625. En esta última fecha, la Corona de Castilla totaliza 18 instituciones de enseñanza superior, la Corona de Aragón 13 y el reino de Portugal dos. Entre las nuevas universidades más importantes estarán las de Valencia (1502), Santiago de Compostela (1504) y Sevilla (1505), Granada (1531), Zaragoza (1542) y Oviedo (1574).

Según las estimaciones de Richard L. Kagan, el número de estudiantes anuales en la Castilla de fines del siglo XVI se aproximaba a 20.000, una de las cifras más elevadas de Europa. El incremento numérico es incuestionable. ¿Pero hubo realmente una “revolución educativa”? Numerosas universidades, creadas artificialmente para servir a un fin político o religioso inmediato, tenían pocas perspectivas reales de atraer estudiantes y otras otorgaron títulos baratos de dudosa validez. Otro asunto es si los centros docentes se mostraron receptivos a las nuevas corrientes de pensamiento y avances científicos; o si, por el contrario, fueron incapaces de plasmar las innovaciones, se mostraron remisos a la hora de difundirlas o se opusieron activamente a ellas.

Si bien poseían una tradición común por lo que respecta a las materias y a la concesión de grados, las universidades españolas adoptaron básicamente cuatro sistemas organizativos. El modelo claustral, de tradición medieval, descentralizado y con una importante participación de los estudiantes en la elección del Rector y de los catedráticos, tuvo como ejemplos máximos a Salamanca y Valladolid. El modelo colegial o colegio-universidad, de fundación particular por un noble o prelado, dependió de los objetivos y rentas fijados por el fundador. En el modelo conventual la universidad pertenece a las órdenes religiosas que nombran al Rector y a los profesores; los claustros de doctores o no existen o tienen escasa fuerza. El modelo municipal, exclusivo de la Corona de Aragón, estaba regido y mantenido por las oligarquías locales, y sus exponentes más destacados fueron Valencia, Barcelona y Zaragoza.

En la época moderna, Salamanca fue la universidad más sobresaliente en el conjunto de Europa. Plumiforme en materias de enseñanza, con las cátedras mejor dotadas y la menos regional en sus contingentes de alumnos, hacia 1600 Salamanca contaba con 6.000 estudiantes, 26 cátedras de propiedad y unas 30 cátedras temporales. Su primacía se debió al desarrollo de los estudios jurídicos y, en segundo plano, de los teológicos, por lo que se convirtió en un centro volcado en las necesidades burocráticas de la monarquía y la defensa de la fe católica. El descubrimiento de América otorgó a Salamanca la ocasión para exportar su modelo, pues la mayoría de las que florecieron en suelo indiano la tuvieron como referente.

La Universidad de Alcalá, dependiente del Colegio de San Ildefonso, constituyó la creación más original y relevante del Renacimiento español. Erigida en 1499 por el poderoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros para formar un clero ilustrado que contribuyera a la renovación interior de la Iglesia, carecía de Facultad de Leyes porque su fundador consideró que las universidades de Salamanca y Valladolid cumplían sobradamente la función de proveer de letrados a las instituciones de gobierno. La creación del Colegio Trilingüe y la impresión de la Biblia Políglota, el proyecto filológico de mayor calibre en la Europa de la época, dieron a la joven universidad alcalaína un prestigio y un aire de modernidad que traspasó las fronteras nacionales. Erasmo, invitado por Cisneros, declinó la oferta por considerar que España era tierra de judíos y Luis Vives no pudo venir porque hubiera sido perseguido por la Inquisición que había condenado a muerte a varios miembros de su familia por su criptojudaísmo.

Por las aulas de Alcalá pasó la plana mayor del humanismo español (Nebrija, Hernán Núñez, los Vergara) y pronto se formó un importante círculo de erasmistas sobre el que se dejaría sentir con fuerza la represión inquisitorial en la década de 1530-40. La Facultad de Medicina destacó por la enseñanza y práctica de la anatomía vesaliana y por incluir la materia quirúrgica en los planes de estudio. Con el tiempo, la medicina se transformaría en la auténtica alma de la Complutense. Miguel de Cervantes, alcalaíno ilustre, escribió en el Coloquio de los perros: “De 5.000 estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los 2.000 oían medicina”. En Alcalá enseñaron tres de los médicos-cirujanos españoles más famosos de la época: Francisco de Arce, Francisco Díaz y Juan Fragoso, autores de obras fundamentales que en el caso de la Cirugía Universal de Fragoso llegaría a tener más de 16 ediciones en un siglo.

Las cátedras de astronomía y matemáticas, la nueva filosofía natural, los jardines botánicos y los anfiteatros anatómicos, donde siguiendo a Vesalio se practicaban disecciones del cuerpo humano, fueron las principales aportaciones científicas de las universidades durante el siglo XVI. Salamanca, Alcalá, Valencia, Granada y Barcelona participaron activamente en esta renovación de los saberes. La Inquisición, siempre tan celosa de la ortodoxia religiosa, no pudo impedir la difusión del erasmismo ni del heliocentrismo La gran obra de Copérnico Sobre las revoluciones de los orbes celestes, en la que expuso la teoría de que los astros giran alrededor del Sol cambiando radicalmente la visión del mundo, pese a contradecir la creencia cristiana de que la Tierra era el centro del universo, se conoció y debatió en las universidades, singularmente en Salamanca y Alcalá.

Tras conocer su máximo esplendor en el Siglo de Oro, las universidades españolas, como las del conjunto de Europa, empiezan a decaer. La coyuntura recesiva del siglo XVII se hizo sentir también en la hacienda universitaria y la expansión quedó bloqueada por la saturación del mercado de oficios y cargos, y por el control ejercido por las elites de poder -en Castilla a través de los Colegios Mayores- que pervirtieron los sistemas de reclutamiento y dejaron fuera de juego a la gran mayoría del estudiantado. Fundados y dotados por clérigos o nobles de alto rango, los Colegios Mayores estaban originalmente destinados a los estudiantes de mérito y de origen pobre. Pero, con el tiempo, se apartaron de su destino inicial a medida que las plazas que ofertaban fueron monopolizadas por los hijos de la élite (aristocracia, nobleza y letrados), de manera que desde mediados del siglo XVI era prácticamente imposible obtener una beca de colegial si no se pertenecía a la nobleza o si se era ajeno a los círculos de privilegio y nepotismo controlados por los antiguos colegiales,​ fenómeno que alcanzó una rigidez total a partir de mediados del siglo XVII.

La provisión de cátedras mediante votos de los estudiantes según el sistema boloñés, había degenerado en irregularidades, corrupción y conflictividad. Pero cuando las cátedras pasaron a ser proveídas por el Consejo de Castilla, en 1641, fueron acaparadas por las oligarquías burocráticas y colegiales. De este modo, el poder y la capacidad de influencia de los altos funcionarios coaligados con los colegiales arruinó el interés por el conocimiento. Las universidades perdieron entonces gran parte de su poder de atracción, ya que no estaban en condiciones de ofrecer las mismas posibilidades de éxito profesional y social. El nivel intelectual retrocedió y la docencia pareció depender de la repetición de formas ya obsoletas, más que de la investigación y la transmisión de métodos nuevos. Se descuidó el estudio de las ciencias filosóficas y naturales, lo mismo de las matemáticas que de la biología, en favor de aquellas dos disciplinas, el derecho canónico y el civil, que ofrecían las mejores oportunidades de colocación en los puestos burocráticos. La promoción académica ya no dependía de la versación, sino más bien del estatus social y de la relaciones familiares o clientelares. El desempleo de los titulados universitarios y el consiguiente malestar social se convirtieron en tema central de las críticas contra la universidad. Cada vez eran más los que pensaban que la educación superior distraía de ocupaciones más útiles y perjudicaba el comercio y la agricultura. Faltaba motivación y eran costosos los cursos y grados.

Durante la primera mitad del siglo XVIII, no hubo apenas reformas en las universidades. El cambio más sustancial se produjo en Cataluña, donde se suprimieron las siete universidades existentes y se creó una sola centralizada en Cervera, una decisión más motivada por ser el territorio que de forma acérrima se opuso al triunfo borbónico en la Guerra de Sucesión (1702-1714) que por el deseo de mejorar las enseñanzas. En general, la monarquía renunció a inmiscuirse en unas universidades que eran recintos eclesiásticos.

La situación cambió durante el reinado de Carlos III. El detonante indirecto de la reforma universitaria fue la expulsión de los jesuitas en 1767, a quienes se acusó de organizar el motín de Esquilache. Con la partida de los jesuitas y el cierre de sus 112 colegios descendió el nivel educativo general, aunque sus bienes confiscados sirvieron en parte para la reforma del Seminario de Nobles de Madrid, anteriormente propiedad de la Compañía de Jesús, o la fundación de los Estudios Reales de San Isidro (1770) para la instrucción de los plebeyos. Los jesuitas educaban a las clases altas, singularmente a los miembros de los Colegios Mayores que controlaban las cátedras y las usaban como trampolín para acceder a los mejores y más codiciados puestos de la burocracia real.

Francisco Pérez Bayer fue el primero en exponer al rey, en su Memorial por la libertad de la literatura española, los vicios y la mediocridad de los Colegios Mayores, a los que responsabilizaba del clamoroso atraso científico. Si se quería reformar la universidad y elevar su nivel científico, era imprescindible quebrantar el poder de los colegiales que corrompían las oposiciones y los ascensos, sustituyendo a cualquier mérito académico su influencia. Finalmente, en 1777 se promulgaron las nuevas normas para los Colegios Mayores y se les sometió a la autoridad monárquica. Años más tarde, Godoy confiscó sus bienes para tapar otros agujeros de la hacienda real y los gobiernos liberales los suprimirían definitivamente.

Eliminadas o controladas las dos fuerzas (jesuitas y colegiales) que habían dominado las universidades, se abría la puerta a una reforma profunda que, sin embargo, no llegó a implementarse plenamente. La monarquía de Carlos III no se atrevió a variar demasiado la organización de las universidades, ya que estas eran financiadas por rentas eclesiásticas o municipales y la experiencia de la Universidad de Cervera demostraba cuán cuantiosos eran sus costes para el erario estatal. Campomanes, que había desempeñado un papel determinante en la expulsión de los jesuitas, y otros estadistas ilustrados como Olavide, Aranda y Cabarrús, propugnaron una mayor intervención del Estado en las universidades, así como la introducción de nuevas corrientes de pensamiento y el fomento de las enseñanzas de carácter práctico y experimental. Pero acabaron desilusionados por la resistencia de los sectores tradicionalistas. En 1792 se fundó la Universidad de La Laguna.

Aunque se eliminó el turno colegial y se promulgó una legislación más estricta sobre las oposiciones, que perseguía un mayor rigor en la selección atendiendo a los méritos y aptitudes de los candidatos, los planes de estudio acordados por el Consejo de Castilla en las principales universidades no alteraron la organización ni los métodos docentes. La monarquía no quería enfrentarse con la Iglesia y tampoco andaba sobrada de recursos para financiar nuevas cátedras. Ante la imposibilidad de una reforma general, se optó por planes particulares para cada universidad que dieron pocos frutos. A principios del siglo XIX, el estudiante Mateo Orfila echaba pestes de la Universidad de Valencia. Las vacaciones eran excesivas, en los días de lluvia no se impartía clase, las materias eran pobres y los profesores de Medicina se dedicaban a sus consultas. Orfila decidió entonces trasladarse a París, donde realizó una gran labor en Toxicología y Medicina Legal.

Los defensores de la enseñanza científica y utilitaria que iba extendiéndose ya en el extranjero no lograron superar la resistencia de los que se apegaban a la tradición docente humanística, ya desfasada. A la adhesión invencible del profesorado a los viejos métodos, había que sumar la escasez de catedráticos competentes en las nuevas materias. Las enseñanzas dominantes eran las de Teología y Derecho. En 1797 se llegaron a suprimir once universidades. La Universidad de Salamanca tenía entonces unos 1.500 estudiantes frente a los 6.000 de finales del siglo XVI. El mordaz Tomás de Iriarte escribió: “Se dice que Salamanca es espanto de las ciencias, no porque espanta con ellas, sino porque de tal suerte las ha espantado de sí, que no han vuelto más”. La Universidad de Alcalá apenas llegaba a los 1.000 alumnos y el profesor de Física experimental fue durante años el alumno de la Facultad de Leyes y Cánones, Vicente González Arnao, después brillante abogado en Madrid. En Santiago vacaban 29 de las 33 cátedras.

El modelo universitario establecido por los liberales españoles en el siglo XIX, que se mantuvo prácticamente hasta 1970, supuso una ruptura radical con la universidad del Antiguo Régimen, pero no logró superar la atonía de la enseñanza superior. La Guerra de la Independencia impidió a las Cortes de Cádiz concretar el proyecto constitucional de crear un sistema organizado de enseñanza para todos los ciudadanos. Con la excepción del Trienio Liberal (1820-1823), el absolutismo reaccionario de Fernando VII impidió la implantación del modelo liberal. Los profesores liberales fueron depurados, perseguidos o condenados al exilio. La Iglesia y los Colegios Mayores volvieron a dominar las universidades. Ante el temor a los cambios producidos en Francia por la revolución de 1830 que derrocó a los Borbones e implantó una monarquía constitucional, el gobierno de aquel nefasto monarca no encontró mejor solución para impedir que las nuevas ideas entraran en las destartaladas universidades que abrir numerosas escuelas de tauromaquia.  

Aun cuando algunos liberales como el duque de Rivas o Antonio Gil de Zárate señalaron las grandes líneas de reforma universitaria que requería el nuevo orden burgués, estos trabajos preliminares no culminaron hasta el Plan Pidal de 1845 que enterró la universidad del Antiguo Régimen y consagró los principios liberales clásicos en materia de educación superior: secularización, centralización y uniformidad de la docencia, libertad de enseñanza y estudios de pago bajo el control del Estado. Si la escuela primaria debía ser la de todos, la universidad se destinaba a la formación de las élites y las clases burguesas, como reconocía abiertamente el preámbulo del decreto del marqués de Pidal, luego reforzado por la Ley de Instrucción Pública de Moyano de 1857.

Según Antonio Gil de Zárate, uno de sus más firmes defensores, la reforma liberal estaba justificada por el estado deplorable en que se encontraba la universidad española, todavía dependiente de la Iglesia, y por la necesidad de articular un sistema nacional de educación acorde con los fundamentos del Estado liberal. La implantación del principio liberal de la secularización supuso la ruptura definitiva con toda la historia universitaria anterior. A pesar de las numerosas controversias y la férrea oposición de las autoridades religiosas, el carácter secular de la universidad española se ha mantenido, salvo durante la etapa franquista, hasta nuestros días.

Tras la caída de Isabel II, durante los años del Sexenio Revolucionario (1868-1874), se abrió una nueva etapa de radicales e ilusionantes reformas. Las directrices de la política académica del Sexenio Revolucionario establecían el derecho a la educación y la autonomía de las universidades respecto del Gobierno y la Iglesia. Estos principios de inspiración krausista defendidos, entre otros, por Giner de los Ríos acentuaban la independencia intelectual, científica y organizativa de la enseñanza, planteando reformas sustanciales de su organización, como la supresión del grado de bachiller y la eliminación de las Facultades de Teología.

Tras la restauración borbónica de 1875, todas estas iniciativas -difíciles de aplicar por la agitación política del Sexenio- fueron cercenadas y se volvió al modelo definido en el Plan Pidal y la Ley Moyano, reglamentaciones aplicadas tanto por los gobiernos conservadores de la Restauración como por los liberales de Sagasta, Canalejas y Romanones. La universidad española contemporánea devino una universidad del Estado, financiada con fondos públicos (más escasos que en otros países) y administrada por las autoridades.  La centralización universitaria se extendió a las cuestiones administrativas organizadas según el modelo napoleónico. A partir de este momento, el control de la enseñanza superior dependió del gobierno y de la Universidad central creada en Madrid. Las diez restantes universidades (Barcelona, Salamanca, Valladolid, Sevilla, Granada, Santiago de Compostela, Zaragoza, Valencia y Oviedo) eran, en comparación con la de Madrid, de segunda clase.

Los Rectores se convirtieron en los representantes políticos del gobierno central. La supresión del control eclesiástico de la universidad permitió una mayor autonomía ideológica y una mayor libertad de pensamiento y enseñanza que, no obstante, se vieron limitadas por el ordenancismo desmesurado del poder ejecutivo. En este proceso de estatalización, la creación de un cuerpo de profesores funcionarios sometidos a la obediencia del Estado contribuyó a la reproducción corporativa en detrimento de la formación de especialistas e investigadores. De ahí que las Facultades principales se destinaran a la formación de juristas, médicos y enseñantes, una orientación que perduró hasta la reforma de 1983.

Suprimida definitivamente en 1868 la Facultad de Teología, la enseñanza se organizaba en torno a las Facultades de Derecho (que mantuvo su primacía como cantera de funcionarios), Filosofía y Letras, Medicina y, en ocasiones, Farmacia. La principal novedad era la Facultad de Ciencias, con secciones de Ciencias exactas, físicas y naturales. Pero solo la enseñanza del derecho estaba presente en todas las universidades. No había Facultades de Medicina ni en Oviedo ni en Salamanca y la de Farmacia solo funcionaba en Madrid, Barcelona, Granada y Santiago de Compostela. La Facultad de Ciencias a menudo quedaba reducida a una sola sección de las tres existentes, o a dos como sucedía en Barcelona y Zaragoza.

Al depender la universidad de la Dirección General de Instrucción Pública primero y luego de los Ministerios de Fomento o de Instrucción Pública, el paradigma centralista derivó en una estructura extremadamente jerárquica. La Universidad de Madrid, el prototipo que debía ser imitado por el resto de las universidades provinciales, ocupaba el lugar preeminente por ofrecer estudios de todas las Facultades, así como por las remuneraciones y el prestigio de sus catedráticos. En tanto que Universidad Central, sólo Madrid disponía de enseñanza de doctorado, siendo lugar de paso obligado para quienes optaban a dicho grado. El menoscabo de las restantes instituciones de enseñanza superior, ubicadas fuera de la capital, hizo que se planteara incluso la supresión de universidades históricas como Salamanca, Valladolid, Zaragoza u Oviedo.

El primer cuestionamiento de la esclerosis académica de la universidad liberal fue formulado por Julián Sanz del Río, que a su vuelta de Alemania introdujo en la Universidad de Madrid la filosofía krausista en 1854 prácticamente hasta su muerte en 1869, con el breve paréntesis de su expulsión de la misma a finales de 1867, en la que será repuesto tras el triunfo de la Revolución de 1868. Otros profesores partidarios de la libertad de enseñanza y del republicanismo expulsados de la universidad, como Nicolás Salmerón, Fernando de Castro y Giner de los Ríos crearon en 1876 la Institución Libre de Enseñanza como alternativa a la universidad oficial. Giner de los Ríos, en sus Escritos sobre la universidad española, denunciaba la rutina y anquilosamiento de la universidad española y propugnaba otra muy diferente, que incorporara las innovaciones científicas y las nuevas corrientes de pensamiento predominantes en Europa. En la coyuntura finisecular, las críticas a la institución universitaria irán multiplicándose por intelectuales del fuste de Unamuno, quien en 1895 denunciaba que la sabiduría oficial y académica se había rebajado hasta convertirse en el “deporte de algunos mandarines”, sin conexión con las necesidades reales “de la vida, del capital y del trabajo”.

Entre 1845 y 1965, la dimensión de las universidades españolas era pequeña, tanto por sus instalaciones como por el número de facultades, profesores y estudiantes. En 1900-1901 la matrícula de la Universidad Central de Madrid era de 4.797 alumnos, mientras que la histórica Universidad de Salamanca solo contaba con 280 estudiantes. El ínfimo número de universitarios (153 por cada 100.000 habitantes en 1932, 195 en 1950 y 459 en 1967) revela la permanencia de su carácter elitista, al servicio de las clases burguesas y orientada esencialmente a la formación de funcionarios y profesionales liberales. Hasta 1910 no se autorizó la presencia de mujeres en las clases. A diferencia de los profesores no titulares, los catedráticos gozaban de un buen salario y de prestigio social, pero apenas si investigaban o publicaban salvo conspicuas excepciones como el Premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal (1906). La pedagogía se basaba en la lección magistral y el aprendizaje memorístico de los libros de texto o manuales. Este modelo de enseñanza se mantuvo durante muchos años, sin fomentar ni el espíritu crítico ni el cultivo de la ciencia.

Pese a todo, hubo algunas iniciativas novedosas. La Extensión Universitaria intentó insertar la universidad en su contexto social según el modelo inglés. La Junta de Ampliación de Estudios propuso, en 1907, la creación de becas para que estudiantes y profesores pudieran viajar y estudiar en el extranjero. La Residencia de Estudiantes de Madrid, erigida en 1910, fue un cobijo para el libre ejercicio de las ciencias, artes y letras, y en ella se formó la flor y nata de los literatos y artistas de la época: Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Alberti, Dalí o Buñuel. En 1915 abrió sus puertas la Residencia de Señoritas, el grupo femenino de la Residencia de Estudiantes, el primer centro oficial creado en España para fomentar la educación superior femenina y, a través de ella, dar un paso de gigante hacia la igualdad de los derechos de las mujeres en la sociedad española.

El modelo liberal y la tutela aplastante del Estado se mantuvo durante la dictadura de Primo de Rivera, cuya reforma universitaria fue masivamente rechazada por profesores y estudiantes. La política educativa de la Segunda República (1931-1936) -calificada por algunos historiadores como la “República de los intelectuales”- era en realidad la culminación de un largo proceso esbozado en el Siglo de las Luces y materializado por el liberalismo burgués, al que se incorporaron las aportaciones críticas de los intelectuales reunidos en la Institución Libre de Enseñanza y otras experiencias alternativas. La alternancia gubernamental frustró la plena realización del proyecto presentando por Fernando de los Ríos, titular del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. No obstante, la Segunda República logró poner en práctica nuevos planes de estudio, definir las líneas de investigación científica, democratizar los órganos de gobierno universitario y delegar las competencias universitarias al gobierno catalán tras la aprobación de su Estatuto de Autonomía en 1932.

Tras el panorama devastador que dejó la Guerra Civil (1936-39) y la depuración de profesores republicanos, el primer franquismo no consiguió transformar la universidad y darle una estructura acorde con los modelos fascistas europeos. La universidad se enquistó en exaltar las glorias del pasado, pero permaneció desprovista de recursos, eficacia científica y curiosidad intelectual. Aunque impregnada de ideología franquista, no era muy diferente de la que en el siglo XIX había estado al servicio de las clases dirigentes y del poder político.

A partir de la década de 1960, la expansión y posterior masificación modificaron la trasnochada universidad franquista. De los 37.286 estudiantes de 1940 se había pasado a 125.878 en 1965, 213.159 en 1970 y 530.181 en 1975, el año de la muerte del dictador. Las nuevas condiciones sociales fruto del desarrollo económico, las fisuras del régimen y la hegemonía de tecnócratas partidarios de las reformas explican el acceso masivo de alumnos, así como un nuevo clima de investigación y una nueva organización de la vida universitaria. Durante los últimos años de la Dictadura se fundaron un buen número de nuevas universidades: en 1968 las Autónomas de Madrid y Barcelona; en 1971 las Politécnicas de Cataluña, Madrid y Valencia; en 1972 las UNED y las de Cantabria, Córdoba y Málaga; y en 1973 la de Extremadura. Durante la Transición continuaron las iniciativas para crear nuevas universidades: en 11978 se fundó la de las Islas Baleares; en 1979 se abrieron las de Alicante, Cádiz, Politécnica de Las Palmas y la de León; en 1982 la de Castilla-La Mancha.

Todos estos cambios pusieron en evidencia las limitaciones del viejo modelo decimonónico, aún vigente en sus rasgos esenciales, y la necesidad de cambios profundos que se plasmarían, ya en democracia, con la Ley de Reforma Universitaria (LRU) de 1983. Dos años después, el número de matriculados ascendía a 854.000. Ya no se trataba de minorías elitistas sino de masas juveniles procedentes de todos los sectores sociales, en los que las mujeres representaban el 44%.

La Ley de Reforma Universitaria (LRU) de 1983 sentó las bases del moderno sistema universitario: el gobierno de la universidad se hacía recaer sobre la propia comunidad académica; la toma de decisiones se democratizó y los departamentos universitarios asumieron la organización de la docencia e investigación. La apertura a la sociedad propició la creación de numerosas universidades y de un amplio abanico de nuevas titulaciones para responder a las exigencias intelectuales, económicas y científicas de los nuevos tiempos. Como consecuencia, se multiplicaron los centros destinados a impartir estas titulaciones. Con la creación e implantación de de las Autonomías se aceleró el proceso de fundación de nuevos centros: Pública de Navarra (1987); Las Palmas, A Coruña y Vigo (1989); Pompeu Fabra (1990); Girona, Jaume I y Lleida (1991); La Rioja y Rovira i Virgili (1992); Almería, Jaén y Huelva (1993); Burgos (1994); Miguel Hernández y Rey Juan Carlos (1996); Pablo de Olavide (1997) y Politécnica de Cartagena (1998).

Con el traspaso general de las universidades a todas las Comunidades Autónomas por la reforma estatutaria realizada en 1994, el Estado perdió su poder directo sobre las universidades, exceptuando a la Universidad Nacional de Educación a Distancia y a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Este hecho induce a reflexionar sobre el papel de un órgano de coordinación nacional como es el Consejo de Universidades y sobre los modos de legislar en el marco de un sistema normativo que otorga al Estado las principales competencias, pero sitúa lejos de él el objeto de su legislación debido a la asunción de competencias por parte de todas las CC.AA., que curiosamente ha ido unida a una tendencia a la fundación de universidades por parte de esas CC.AA., francamente inusitado, por lo cuantitativo, en la historia de la universidad española. Si en el siglo XIX existían 11 universidades públicas hoy son 50.

Ahora bien, aun cuando en las últimas cuatro décadas se ha duplicado el número de estudiantes en las universidades públicas hasta superar ampliamente el millón y medio, la insuficiente financiación, el aumento de las tasas universitarias, la precarización de parte del profesorado asociado, interino, sustituto o visitante y el envejecimiento de las plantillas universitarias, así como la profundización de las desigualdades sociales, han puesto en riesgo la sostenibilidad y la calidad del sistema universitario estatal.

Durante el franquismo se crearon las tres primeras universidades católicas privadas (la Universidad Pontificia de Salamanca en 1941, la Universidad de Navarra del Opus Dei en 1960 y la Universidad de Deusto fundada por la Compañía de Jesús en el año 1963), pero el Estado mantuvo un casi total monopolio sobre la educación superior, al tiempo que ejercía un fuerte control sobre cada una de las instituciones. Tras la aprobación de la Constitución de 1978, la LRU y las reglamentaciones posteriores abrieron la puerta a la creación de universidades privadas.

En 1989 se creó la hoy Universidad Europea de Madrid, que fue fundada como Centro Europeo de Estudios Superiores (CEES), centro adscrito a la Universidad Complutense de Madrid, y que sería reconocido como universidad privada por la Ley 24/1995, de 17 de julio de 1995. Hoy gestiona cuatro universidades en España y Portugal: Universidad Europea de Madrid, Universidad Europea de ValenciaUniversidad Europea de Canarias y Universidade Europeia de Lisboa. y el Instituto de Estudios Bursátiles, adscritos ambos a la Complutense.  

También en 1989 se creó el Instituto de Estudios Bursátiles, como Centro Universitario de Estudios Superiores adscrito a la Universidad Complutense de Madrid y a la Universidad Rey Juan Carlos. Fue el primer centro de estudios de España dedicado exclusivamente a la formación en Finanzas, con un Máster en Bolsa y Mercados Financieros, único en ese momento. Desde entonces, más de 100.000 alumnos y profesionales han realizado alguno de los programas educativos de IEB. En 1994, IEB fue pionero en ofrecer una Doble Titulación, con alumnos de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid que cursaron el Máster en Bolsa en el IEB.

Un año después, en 1990 se crea la Universitat Ramón Llull, que nació como universidad privada de inspiración humanista y cristiana, sin ánimo de lucro y realizadora de un servicio público, y que fue aprobada por el Parlament de Catalunya el 10 de mayo de 1991. Sus centros fundadores fueron la actual Facultat de Filosofia, cuyo origen se remonta al siglo XIX; IQS, fundado en 1905; la Fundació Blanquerna, fundada en 1948, y La Salle, que tiene sus orígenes en 1903. Estas instituciones, bajo la presidencia del cardenal Narcís Jubany, y con el apoyo de la Fundació Cercle d'Economia y de personalidades representativas de la sociedad civil catalana, constituyeron la fundación que creó la Universitat Ramon Llull Fundació. Tras ser creada, la Universitat Ramon Llull integró nuevas instituciones federadas, como el Observatori de l’Ebre, ESADE, la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés, el Institut Universitari de Salut Mental Vidal i Barraquer, el Institut Borja de Bioètica y la Escuela Superior de Diseño ESDi (centro adscrito). Fruto de la evolución de la URL, se han creado nuevas facultades y escuelas y se ha ampliado la oferta de estudios en grados, másters universitarios, doctorados y titulaciones propias.

La Universidad Alfonso X el Sabio, se fundó tres años más tarde. Fue reconocida por las Cortes el día 20 de abril de 1993. Ese día nace en España la primera universidad privada aconfesional. Pionera desde sus inicios, ha sabido anticiparse a las necesidades de la sociedad y del mundo empresarial durante sus 30 años de existencia. Fue fundada por Jesús Núñez Velázquez, quien, con tan solo 18 años, mientras cursaba sus estudios universitarios, crea su primer colegio y gracias a su visión de futuro, funda más tarde la primera universidad privada de España, que hoy es reconocida nacional e internacionalmente como una de las mejores universidades privadas por su modelo formativo vinculado desde sus orígenes al mundo empresarial y por mantenerse en la vanguardia educativa.

Desde entonces se han creado otras universidades privadas en España, que han aumentado su peso en el sistema universitario al pasar de 7 instituciones en 1995 hasta las 34 existentes en 2017. Actualmente, de las 90 universidades existentes unas 40 son privadas. Los centros privados destacan por su mayor orientación docente, aunque también alcanzan buenos resultados en la actividad investigadora e innovadora.

Las universidades privadas poseen sus propios sistemas de admisión de alumnos y establecen sus precios académicos. Suplen las contribuciones directas del Estado que reciben las públicas y se autofinancian con sus propios recursos. Tienen mayor conexión con el mercado que las estatales y su control administrativo es similar al de las empresas. Su mayor reto es la investigación siguiendo el modelo americano cuya excelencia, conviene recordarlo, no se logró con iniciativas gubernamentales, sino mediante la inversión privada. La enseñanza y la investigación requieren instituciones que no estén limitadas a la relación entre la universidad y un organismo financiero estatal, sino que realicen sus diversas tareas cooperando con diferentes agentes sociales a nivel local y global. En última instancia, se trata de cumplir con la tarea fundamental que iniciaron las universidades en la Edad Media: crear un espacio de inspiración para la excelencia académica.